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Físico escocés-norteamericano, creador de un gran invento. Hombre de ciencia que realizara numerosos estudios. Científico de gran renombre que legara a la posteridad uno de sus máximos inventos: el teléfono.

No necesitamos pruebas para saber esto. Los chinos inventaron la rueda e inventaron el papel. Los griegos y los romanos nos dieron su cultura. Cristo, Buda y Mahoma nos dieron su religión. Algunos más, Bach, Beethoven, Vivaldi, nos dieron su música; Leonardo Da Vinci, Goya y Botticelli nos dieron ese placer de apreciar la belleza en la pintura; Miguel Ángel nos dio la oportunidad de poder contemplar la belleza en la escultura.

Pudiéramos citar muchas cosas más, como por ejemplo, las grandes conquistas de Napoleón y Alejandro Magno; gentes de medicina como los esposos Curie; reyes y reinas como Enrique VIII, Catalina de Rusia, Isabel la Católica o la Reina Victoria. También pudiéramos citar a grandes exploradores como Vasco da Gama o Cristóbal Colón. Hoy citamos a uno de los grandes inventores de todos los tiempos: Alexander Graham Bell.

Alexander Graham Bell nació en la ciudad de Edimburgo, Escocia en 1847. Desde niño mostró inquietud por las cosas nuevas. Su padre fue un gran maestro para él y fue gracias a éste por lo que pudo seguir y acrecentar sus inclinaciones científicas y de nuevos conocimientos. Más tarde su nombre cobraría fama por ser uno de los inventores de un gran aparato: el teléfono.

Habiendo estudiado en las Universidades de Edimburgo y Londres, en 1870 se trasladó a Canadá, de donde posteriormente pasaría a los Estados Unidos. En 1872 fundó en Boston una escuela para sordomudos y, en 1873, fue profesor de la Universidad de esta ciudad. Sus estudios para hacer oír a los sordos se llevaron a cabo en 1876, misma fecha en que inventara el teléfono.

Había por aquél entonces, en la ciudad de Boston, un taller propiedad de Charles Williams. Era una pequeña fábrica-laboratorio dedicada a la electricidad. Corría el año '42 y hasta este negocio fue a parar un joven muchacho de trece años de apellido Watson. El sería quien acompañara a Alejandro Bell en sus correrías en búsqueda del nuevo invento.

Watson se ganaba la vida, en un torno de mano, ganando cinco dólares a la semana. Su trabajo consistía en tornear pequeñas piezas fundidas con una herramienta de mano, algo completamente distinto a lo que se tiene hoy en día con un equipo completamente automatizado. En cambio él, Watson, todo lo tenía que hacer a base de manos, fuerza y sudor. Más tarde idearía unos “anteojos” para protegerse de las chispas causadas por la lumbre de la soldadura. La gente (sus compañeros) se reían de él. Decían que “¿Para qué?” (para qué usar esos anteojos, que eran protectores). La verdad, no comprendían. Por tal motivo, Watson aún muy joven, tuvo que abandonar su proyecto y sus anteojos. Muy pronto conocería a Bell.

La razón de citar a Watson es por la sencilla razón de que muchos de los experimentos que se hicieron en la búsqueda del teléfono se hicieron con la ayuda de Watson. Es más pudiera decirse que buena parte de este aparato fue hecho por el propio Watson, de acuerdo a las instrucciones dadas por el mismo Bell. Y tal vez, si no fuera por él, Bell no hubiera logrado lo que tanto deseaba.

Watson era un hombre visionario a quien siempre le gustaban las cosas nuevas. Al igual que Bell, apreciaba todo lo nuevo. Ardía en deseos por aprender cosas nuevas y obtener conocimientos más profundos. De ahí a que se llevaran y acoplaran tan bien; de ahí a que juntos, más tarde, dieran un gran impulso al teléfono y otros inventos más.

El ascenso de Watson en el taller de Williams fue rápido. A dos años de haber ingresado ya había probado su habilidad en casi todos los trabajos. Había hecho y reparado timbres, galvanómetros, telégrafos, resonadores, impresores y otros diversos aparatos. La iniciativa era una de las reglas en el taller de Williams. Cada uno tenía, dentro de ciertas normas, la libertad de hacer lo que quisiese. El operario se sentía libre de dedicar su tiempo y su ingenio en reparar del mejor modo lo que ahí le llevasen. Trabajaban también, si así lo deseaban, en construir nuevos aparatos que ellos mismos diseñasen.

Watson, el Taller de Williams y Graham Bell Una vez Watson construyó una máquina de vapor. Era un pequeño motor que más tarde sería la punta de lanza de una de las fábricas constructoras de buques más grandes que hoy existen en Estados Unidos. Watson tendría luego su propia empresa, desarrollada y establecida con las utilidades que le dejara el teléfono.

Los talleres, como he dicho, eran muy rudimentarios. Aún así, era lo mejor que había en aquellos días. Estos muy pronto serían el patrón o portaestandarte de las grandes fábricas de aparatos eléctricos con las que contamos hoy en día. De ahí saldría, gracias al ingenio de Bell y la perseverancia de Watson, el teléfono.

Aparte de los trabajos que ahí se realizaban, el Taller de Williams tenía una relación constante con diversos inventores quienes, llenos de extraordinarias ideas, alimentaban el deseo de dar vida a su sueño. Generalmente eran genios y cerebros de muy poco dinero en sus bolsillos. Ellos se acercaban, muchos de ellos tenían sus protectores; otros más sus explotadores. Todos ellos (me refiero a los inventores) con el ferviente deseo de transformar sus ideales en piezas de hierro y bronce a las que asignarían un nombre. Sería su invento, un invento al que explotarían, le sacarían dinero y los harían sentirse importantes.

A Watson le gustaba todo esto. Le gustaba ayudar a los demás. Todos abrigaban, algún día la esperanza, de poder explotar algún día su invento. Claro, no todas las cosas valían la pena (o al menos, eso quiero suponer), pero Watson sentía un especial entusiasmo por todo lo nuevo y ayudaba realmente a todo aquél que ahí se presentase. Y un día apareció, a las puertas del taller, un hombre llamado Bell.

Y Bell llegó entre humos. Habiendo llegado al taller bonificó a cada uno de los empleados con cierta cantidad de dinero a fin de que le ayudasen en la construcción de un aparato que, según él, iba a ser una máquina eléctrica completamente nueva.

Mucho daría quehacer a Watson el querer dar forma a dicho invento. Se dice que nada nuevo había en esta máquina; sin embargo, Bell, su inventor, pretendía obtener energía eléctrica de una serie de tanques de hierro del tamaño de baúles. Estos baúles debían llenarse a su vez con ácido nítrico, llevando además unas placas de zinc suspendidas dentro de los tanques.

Cuando se terminó la máquina y se vertió el ácido nítrico dentro de los contenedores, nadie esperó que con esto se produjese electricidad, puesto que la enorme cantidad de vapores nitrosos desprendidos hizo que todos los que ahí se encontraban saliesen del taller lo más rápido posible, casi a punto de estampida.

No todos los hombres que acudían al taller de Williams eran del mismo tipo. Había hombres realmente notables; otros, francamente, no servían para nada. Había quienes en realidad tenían ideas extraordinarias. Era gente que lleva “sus cosas” a fin de que el taller les diese forma. Watson cooperaba, Bell sería uno de los clientes. Y un día, mientras Watson se encontraba ocupado en su trabajo, entró al taller un hombre alto. Una persona de rápidos movimientos, cara pálida, negras patillas (que luego serían blancas), copioso bigote, nariz grande, frente ancha y despejada, y pelo negro alborotado. Hablaba mucho. Era Bell.

Era la primera vez que Watson y Bell se encontraban, la primera vez que se veían. El “señor Graham”, como algunos le conocían, le llevaba a Watson (que dicho sea de paso, su nombre era Thomas A. Watson), una pieza que había sido construida por éste último. Bell no estaba de acuerdo en ciertos detalles y trataba de hablar con Watson a fin de darle indicaciones directas y precisas acerca de cómo quería la pieza. Se trataba de su telégrafo armónico, una invención de su propiedad con la que esperaba ganar fama y fortuna. Este no era mas que un aparato, bastante sencillo, que consistía en un “transmi-receptor”, por medio del cual, utilizando la ley de la vibración sintónica, esperaba enviar unos seis u ocho mensajes mediante alfabeto Morse, a través de un solo alambre, y sin interferencia alguna.

El proceso que siguió es algo difícil de explicar, sin dejar de ocupar cierto espacio. En pocas palabras se trataba tanto de un transmisor como de su respectivo receptor que consistían en un electroimán y una pieza de acero aplastada, hecha con la cuerda de un reloj. Esta cuerda vibraba en uno de sus polos. El transmisor, por otra parte, tenía puntos de ruptura (de apertura y de cierre), como un timbre eléctrico común y corriente, pero sin campanilla, que cuando pasaba la corriente vibraba en forma de zumbido y daba un tono correspondiente a la vibración del resorte. Lo que se trataba de hacer es que los mensajes pasaran a través del alambre sin que éstos fueran distorsionados y sin que los “timbridos” saliesen “a lo loco”; es decir, sin que tocasen sin ton ni son. El plan consistía, pues, en tener seis transmisores con sus respectivos resortes, cada uno con sus respectivos tonos, y seis receptores, capaces de identificar, individualmente, dichos zumbidos. Todo esto, después de lo cual, los sonidos se convertirían en puntos y rayas del alfabeto Morse, que tampoco deberían confundirse entre sí.

El experimento de Bell fue un fracaso. Ni él ni Watson sabían como poder dar marcha a su proyecto. Watson se cansó finalmente de todos los zumbadores. Cada uno "tocaba" cuando quería, no había forma de separarlos; sin embargo, más tarde, todo cambiaría. Hubo otra persona, Elisha Gray quien hizo funcionar el telégrafo armónico con sus mensajes transmitiéndose al unísono y sin que hubiese ninguna interferencia.

La mayor parte de los experimentos de Bell se llevaron a cabo en la ciudad de Salem, en la casa de la Sra. Sanders, sitio donde residiera y donde tenía, así mismo, a su cargo, la instrucción de un niño sordo. Fue en esta misma casa donde Bell y Watson pasaran largas horas discutiendo sus experimentos, aunque la mayoría de estos, al menos los más importantes, se llevaran a cabo en la ciudad de Boston. Ideas y teorías de Bell

A Bell le gustaba hacer sus experimentos por las noches, pues durante el día, especialmente en las mañanas, se encontraba muy ocupado en sus clases en la Universidad de Boston. Ahí desempeñaba la cátedra de Fisiología Vocal, especializándose en la enseñanza de la palabra visible, sistema elaborado por su padre, por medio del cual un sordomudo podía aprender a hablar. Una noche en que Bell y Watson se encontraban en el taller, de pronto Alejandro le comenta a su amigo: “Watson, tengo que hablarle sobre una idea que corre por mi mente... Y, creo, que le va a sorprender...”. Watson le escuchó, aunque no con mucho interés. La verdad es que había trabajado demasiado todas esas noches y apenas si tenía fuerzas como para estar despierto. Pero, cuando oyó la palabra "teléfono", los sentidos de Watson se pusieron todos en alerta.

A Watson, como ya dijimos, le gustaba participar de las ideas de Bell. Hablaban de todo, desde chistes y poesías, hasta política, oratoria y máquinas para volar. Sin embargo, esta vez “la idea” era diferente. Se trataba del teléfono y Watson escuchó. Bell le dijo: “Si pudiera hacer que una corriente eléctrica variara en intensidad precisamente como el aire varía en densidad durante la producción del sonido podría transmitir la palabra telegráficamente...!”.

Watson le escuchó, ahora sí, con atención. Bell, por su parte, diseño un instrumento que pensaba haría tal cosa. Discutió con Watson la posibilidad de construirlo. Sin embargo, el proyecto de momento no se llevó a cabo, pues Bell quería que saliera perfecto, de este modo podría impresionar a sus apoyos financieros. Aparte, lo que ellos querían era que Bell, primeramente, perfeccionara su aparato llamado telégrafo inarmónico.

Watson continuó ejecutando una serie de diversos trabajos para Bell. El telégrafo armónico no acababa de ponerse a punto, o al menos, tan siquiera funcionar un poco bien. Watson maldecía su falta de habilidad mecánica (que en realidad era mucha), para hacer funcionar un aparato que en apariencia era tan sencillo. Tanto Bell como Watson estaban desesperados. Pero finalmente algo pasó y el aparato funcionó. Bell observó que la razón por la cual los mensajes se mezclaban era la falta de exactitud en el ajuste de los resortes de los receptores. Entonces hizo los ajustes necesarios; zumbidos y sonidos ya no se mezclaban, el aparato funcionaba.

Cierta tarde (era junio de 1875), Watson y Bell estaban dedicados, como siempre, a su rudo trabajo. Parecían como maquinitas, “chaca- chaca”, trabajando. Se hallaban probando los instrumentos. Algunos de ellos se encontraban fuera de tono y había que ajustarlos. De repente, uno de los resortes de los transmisores de Watson dejó de funcionar, dejó de vibrar. Watson lo movió para que siguiera vibrando, pero éste no se movió. Entonces, continuó moviéndolo rápidamente con la mano, cuando de pronto se oye una exclamación de Bell preguntando a su amigo; “¿Qué ha hecho usted...? No mueva nada, por favor. Déjeme ver..!”

Lo que había pasado era algo “sencillo” (al menos para ellos): el tornillo de contacto estaba tan apretado que rozaba constantemente con el resorte, por lo cual, cuando Watson modificó su tensión, el circuito hizo que se propagara otra clase diferente de onda sonora. Una corriente que había pasado a través del alambre al receptor, y que era un mecanismo de transformar la corriente en un débil eco del sonido del resorte. Bell comprendió entonces que el mecanismo que podía transmitir todas las vibraciones complejas de un sonido podía hacer lo mismo para cualquier otro tipo de sonido, incluyendo la palabra. Este experimento le demostró que, a final de cuentas, el complicado aparato con el que tanto había soñado no era tan difícil de construir, aunque sí se necesitaba cierta paciencia.

Naturalmente, había que hacer muchos ajustes, pero el primer paso ya se había dado. Fue entonces cuando Bell y Watson se dedicaron con más denuedo a la consecución de su obra. Se abocaron a eliminar todos los inconvenientes. Todo esto les exigió un considerable número de experimentos. Muy pronto todo estaría listo. Y vino el día de la prueba. Todo funcionó. Así, la primera conversación que se recuerde es aquella en la que Bell le dice a Watson: “Venga aquí, Watson, lo necesito”. Una conversación no muy larga que digamos (mas bien monólogo), pero sí lo suficientemente clara e inteligible como para ser dada por buena. Era el 6 de marzo de 1876, el teléfono había nacido.

Tal y como sucediera con el telégrafo, los candidatos al título de “inventor del teléfono” son leyenda. Muchos son los países que reclaman ser los inventores de tan fabuloso aparato. Algunos investigadores señalan el haber encontrado un sistema teórico descrito y detallado aún antes de 1876. No obstante, la mayoría de todos ellos concuerdan que el primer teléfono que operó fue hecho en los Estados Unidos ese mismo año de 1876.

A dos hombres se le atribuyen el haber inventado el teléfono. Uno de ellos Alexander Graham Bell; y, el otro, Elisha Gray. Pero fue el primero (Alejandro Bell), a quien se le acredita históricamente la invención del teléfono. Su contrincante peleó, pero desgraciadamente, cosas del tiempo y de la vida lo hicieron a un lado.

Y lo que es la vida. El registro de aplicación o solicitud por el invento del teléfono se hizo antes de que éste comenzara a funcionar correctamente. Como recordaremos, no fue sino hasta el 6 de marzo de 1876 en que Bell pronunciara las famosas palabras: “Come here, Watson, I want you” (“Ven aquí, Watson, le necesito”). Sin embargo, exactamente el mismo día, el 14 de febrero de ese mismo año, dos personas se presentaban a la Oficina de Patentes de Nueva York, a registrar la patente de su invento: el teléfono. Estas dos personas eran Bell y Gray. El primero de ellos había enviado a su socio mudo, Gardiner Hubbard (uno de sus soportes financieros), para solicitar la patente a su nombre, por un aparato diseñado para “transmitir voz y sonidos”. Luego, el propio Bell haría acto de presencia. Dos horas más tarde llegaría su rival y competidor Gray.

Y fueron estas dos horas de diferencia las que hicieron inclinar el veredicto de los jueces a favor de Bell. El litigio duró varios años, pero apegado o no al derecho, el triunfo fue de nuestro personaje. Se dice que "primero en tiempo, primero en derecho"; pero también es cierto que la patente de Bell fue duramente criticada. Según era la costumbre, como lo sigue siendo ahora, en la forma de solicitud había que indicar la descripción del aparato en cuestión. Bell lo había olvidado. Aún así, le dieron la oportunidad de agregar a mano, al margen de la forma los datos que faltaban. También (y es algo que nadie cuenta), que Bell, habiendo oído el que Gray iba a registrar su teléfono, se apresuró a copiar los datos que de algún modo había obtenido del propio Gray. Los abogados de éste último apelaron, pero los jueces fallaron a favor de Bell.

Inventor de gran ingenio, precursor del teléfono, el fotófono y un aparato fonográfico. Creador de un sistema especial para mudos, e ingeniero de gran valía. Hombre que algunos vieron como explotador de otros, pero que no cabe duda dio al mundo un gran invento, el teléfono. Personaje que muriera en Canadá en 1922, no sin antes seguir dando grandes cosas a la humanidad: Alexander Graham Bell.

Tomado del periódico “El Porvenir” de Monterrey, México, el 17 de abril de 1989.


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